En olor a santidad

Ignacio Taboada


Un amigo cirujano asistía a la consulta por un Episodio depresivo complicado con Ataques de pánico. En la consulta de control, más como confidencia entre amigos que otra cosa, compartió conmigo la historia de su abuelo.

El abuelo Cipriano vivía en una población de tercera en una provincia de segunda, pero el abuelo era de primera. Vivía en una las casas más grandes de la población, muy cerca de la plaza. Había llevado allá el primer automóvil, aún en la época de las calles de tierra. Era dueño de un par de comercios de víveres y tres fincas ganaderas, de las más grandes de la zona.

A sus noventa y cuatro años pasaba la mayor parte del tiempo acostado en su chinchorro. Se levantaba solo para satisfacer a sus necesidades: beber, desbeber, comer y descomer. En la misma casa vivían también la cocinera y dos de las hijas ilegítimas del abuelo, solteronas por encima de los cincuenta y que se ocupaban de su buena alimentación, le compraban la ropa y hasta lo vigilaban, para descubrir cualquier manifestación de enfermedad, antes que se convirtiera en algo más intenso y grave.

Como muestra indiscutible de haber ejercido el cacicazgo local, residían en la población más de cuarenta de sus hijos varones extra curriculares. Otros habían migrado y de las hembras se desconocía el número total pues estaban desperdigadas por los aledaños, poblando las sabanas con tripones.

Hijos legítimos con su esposa tuvo diez. Y ellos también tuvieron hijos y nietos.

Desde hacía unos años, era obvio que el abuelo perdía lenta pero inexorablemente facultades físicas, aunque mentalmente se mantenía incólume. Hasta recibía y revisaba las cuentas de sus negocios.

Jesús era el mayor de los nietos con su apellido. Era el favorito del abuelo y el consentido de la mayoría de los tíos. Además estudiaba Medicina. Iba a ser doctor. Coincidiendo con su último año de la carrera, se hizo frecuente que llamaran desde la casa del abuelo para avisar que no se sentía bien. La llamada siempre era a la casa de Jesús, pues su padre, Rodrigo, era el mayor de los hijos de Cipriano. Pasaban los meses y cuando avisaban, Jesús y su padre se iban en el automóvil familiar hasta la población del abuelo a unas cuatro horas y media por carreteras que no eran muy buenas. En esa época nada de autopistas.

En la última de esas llamadas, llegaron a la casa y el patio central y el corredor ya estaban llenos con los hijos y nietos que vivían más cerca. Todos presentían que la cosa, hoy era grave. Conversaban en voz baja, reunidos en varios grupos. El patriarca los había educado a todos conociendo su origen y había inculcado el cariño en toda esa enorme familia, de disímil origen pero coherente.

A la puerta de la habitación del abuelo, estaban echados, como siempre, el par de enormes mastines negros, descendientes directos de aquella casi jauría que el abuelo se trajo de Alemania, a fines del mil ochocientos. Inmóviles, aparentemente sin prestar atención al grupo, pero todos sabían que nadie entraba a esa habitación sin ser olisqueados por el par de formidables guardianes.

Jesús y su padre, después de saludar en voz alta al grupo y a ninguno en particular, se dirigieron a la habitación del abuelo Cipriano y después de la olfateada de rigor, abrieron la puerta.

La habitación estaba igual que en los últimos cuarenta y cinco años, cuando murió la abuela Isabel Cecilia. Jesús no la conoció, pero sabía de memoria sus rasgos, por el retrato ya casi totalmente desteñido por el tiempo, pero que seguía colgado en el salón. La cama de dosel, aunque ya no lo tenía, el colchón cubierto con el edredón de siempre, en el cual ya no se distinguían sus colores originales pero escrupulosamente extendido. La peinadora y la butaca donde se peinó Isabel Cecilia. El altísimo armario de doble puerta central y dos puertas laterales con sendos espejos verticales de casi dos metros de altura.

Allí se respiraban décadas pero todo estaba limpio, gracias a las tías solteronas.

En la esquina de la derecha colgaba el chinchorro del abuelo. Uno de curagua, más duro que el de moriche, así le gustaba al abuelo, pero con el uso, se había ablandado.

Se acercaron poco a poco y en silencio. El abuelo abrió los ojos y los reconoció.

—¿Cómo estás m´ijo? Estoy muy débil, más que otras veces. Menos mal que vinieron pues esta sí es la recta final.

Jesús se acercó más al chinchorro y alzando la mano huesuda, le tomo el pulso y luego la tensión arterial.

—Voltéate un poquito abuelo, anjá, un poquito más, así está bien. Y subiendo la franelilla, le auscultó la parte baja del tórax. El abdomen estaba blando, sin dolores. No se notaba nada anormal pero el abuelo ya no era nuevo.

Quedaron todos en silencio casi un minuto. Al comienzo eran cuatro en la habitación: El abuelo, Rodrigo, Jesús y Belén. Este último era un primo de Jesús, por línea natural, que fungía como ayudante y recadero del abuelo casi desde su niñez y ya tenía hijos.

Detrás de ellos había entrado y se mantenía en silencio, un grupo de hijos y nietos deseosos de oír acerca del estado del patriarca.

De pronto los ojos del abuelo se iluminaron y ganaron un brillo que desdecía del agrisado que le daban sus cataratas.

—Jesús, m´ijo, dile a todos que se salgan. Quédense aquí solamente Belén y tú.

No hubo necesidad de repetir la petición de Cipriano; todos la habían escuchado e hicieron caso, aunque remolones. Y cuando quedaron ellos tres solos, dijo casi en un susurro:

—Jesús quédate aquí conmigo. Belén, busca a Machucha en su casa y me la traes —y allá se fue Belén.

Jesús y su abuelo se mantuvieron callados. El anciano quería guardar sus muy escasas fuerzas.

Casi un cuarto de hora después, Belén reapareció con una joven de poco más de veinte años. Una belleza rural y pueblerina. Aseada, con sus alpargatas negras casi nuevas, su vestido blanco con flores pequeñitas y el cabello sostenido por una cinta anaranjada.

Jesús en silencio pensaba: ¿quién sería Machucha? ¿Una nieta o una biznieta favorita? ¿Alguien a quién dejarle una herencia hablada? Más tarde, Belén le contó que Machucha fue la última virgen que el abuelo se llevó a la cama sin dosel.

—Ven acá, Machucha —la voz sonó quebrada.

Y ella cohibida ante la presencia de un extraño se movió lentamente pero sin titubear.

—Quédate tranquila, es mi nieto mayor, él es doctor.

No importaba la mentira. Faltaban meses para que fuese verdad.

—Machucha levántate la falda.

Y ella obedeció sin importarle quienes la veían, dejando ver su sexo negro intenso, aindiado, escasamente ensortijado, poco frondoso, brillante como si lo hubiese frotado con aceite.

El abuelo extendió su brazo derecho, flaco, piel y huesos. Sin mirar dirigió su mano con certeza y frotó el vello de Machucha. Luego, lentamente, en un ritual de trance definitivo, se llevó la mano al rostro, inspiró y sin más, expiró.

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