Lo recuerdo como si fuera ayer, el evento que desencadenó esta manía que tanto me han criticado algunos, y alabado otros. Era 24 de diciembre y habíamos llegado temprano a casa de mi tía. Siempre salíamos con un par de horas de anticipación a las reuniones familiares, porque vivíamos en San Antonio y mi papá decía que había que ganarle al tráfico y a los derrumbes de la Carretera Panamericana. Ya desde aquel entonces la Panamericana era una pesadilla para quienes vivíamos en los altos mirandinos.
Tengo memoria olfativa y recuerdo con especial agrado el olor a piedra-laja mojada de las escaleras en la entrada de la casa. El aroma de las hallacas se colaba desde el interior y se mezclaba con el dejo a pólvora de las luces de bengala con las que correteaban mis primos.
Apenas llegué me apresuré a unirme a la pandillita y luego de un rato, me escabullí a la sala con la excusa de ver el árbol de navidad, que en realidad no me interesaba mucho; lo que había atrapado mi curiosidad eran los regalos. Me preguntaba cuál sería el mío, quería anticiparme y ver qué forma tenía la caja que me tocaría recibir, para saber si el Niño Jesús había respondido finalmente a mis plegarias. Tenía ocho años y, si mal no recuerdo, esa era la octava navidad consecutiva en la que le pedía una Barbie al Niño.
El año anterior, una de las amigas ricachonas de mi familia, me había hecho un regalo enorme. Cuando vi el colosal paquete, estuve a punto de desmayarme de la emoción. Se trataba del escenario de la Barbie… ¡Sin Barbie! Supongo que habría dado por sentado que yo tenía al menos una, todas las niñas del mundo tenían una, ¿no? Pues no… ¡Yo no!
Mi abuela y mis tías acababan de llegar de Miami cargadas de regalos para todos los nietos y sobrinos. La noche prometía, olía a Barbie… y en medio de la algarabía nos llamaron uno a uno para darnos los regalos envueltos en papeles lustrosos y moños rojos que terminaron despedazados en el piso en unos pocos segundos.
Mariposas de emoción daban vueltas en mi pancita al ver a mis primas abrir sus paquetes. De ellos salían docenas de vestidos diminutos, con zapatitos y carteras a juego. Los ojos me brillaban al ver aquello ¡Alta costura francesa para Barbies! Pelucas, joyería, abrigos de piel y hasta un flamante Mustang descapotable. No podía con la impaciencia, la espera me estaba matando y las ansias hacían que me dieran muchas ganas de ir al baño pero me aguanté, estoicamente debo añadir, no quería arriesgarme a no estar en primera fila en el momento en que llamaran mi nombre. «Seguro que este año sí tendré mi Barbie», pensaba.
Y ahí estaba yo, en medio de una alfombra de lazos y papeles desgarrados, con sonrisa de quinta finalista y mi tronco de regalo en las manos: un paquete de pantaletas de algodón… rosadas.
Desde ese día no uso pantaletas y odio a la Barbie.
* * * *
Aún ahora, después de tantos años, utilizo su imagen para entrar en papel y azuzar mi lado oscuro. Pienso en su cara desde el mismo momento en que me visto con ajustados trajes de látex negro. De este modo, aflora todo el desprecio, y el sadismo me brota por los poros.
Cuando hinco mis altos tacones de dominatrix en las nalgas de mis esclavos, cuando saco mi látigo y los azoto, cuando los vejo, pienso en ella, en aquella muñeca rubia a la que tanto detesto.
Cuando hinco mis altos tacones de dominatrix en las nalgas de mis esclavos, cuando saco mi látigo y los azoto, cuando los vejo, pienso en ella, en aquella muñeca rubia a la que tanto detesto.
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