El regalo perdido

Fedosy Santaella




En memoria de mi padre



Había un regalo de más en la sala. Nadie lo había traído, no tenía tarjeta ni destinatario. Era un regalo perdido. Lo mirábamos con extrañeza, pero al mismo tiempo compasivos. Pobre regalo extraviado en aquella medianoche a caballo entre el 24 y 25 de diciembre. 

¿Y si es una bomba?, dijo Mario, jugando al gracioso y con la cabeza llena de juegos de videos. Nadie le hizo caso. El regalo, envuelto en su papel de verdes y rojos, con su lazo perfecto y su silencio huérfano, no era, de ninguna manera, un objeto explosivo. Estaba perdido, eso era todo. O simplemente alguien no había sacado bien las cuentas, o alguien había olvidado. El olvido puede ser enigma y también belleza. El olvido puede ser piedad.

Era raro sí, raro que todos nos sintiéramos en aquel momento tan particularmente unidos a aquel regalo. Había brillo en las miradas, emoción, miedo incluso. Lo de perdido, por cierto, lo dijo Marisa. Marisa es poeta, y los poetas, ya saben, son magníficos para acariciar con sus palabras los miedos del mundo.
¿Qué habrá adentro?, se preguntó abuela. Una bomba, volvió a decir Mario en tono de chanza. Marisa y yo lo vimos con divertido enojo y mamá se fue la cocina. Los demás nos fuimos tras ella.

Tomamos asiento alrededor de la mesa, y mamá, de pie junto al fregadero, de espalda al ventanal, comenzó a hablar. Uno por uno, pero sin abrirlo, dijo. Nos sentamos frente al regalo, lo tocamos, lo sentimos, lo abrimos sin abrirlo. Mamá siempre ha sido así, se le ocurren esas ideas maravillosas, y siempre todos estamos de acuerdo y la seguimos. La abuela dijo: Tú primero. Se lo dijo a mamá. Ella nos miró, todos afirmamos con la cabeza. Parecía una niña, una niña tímida pero emocionada cuando salió. Nos quedamos mirándonos las manos, ese lugar que oculta nuestros espejos. El segundero del reloj de pared sonaba, pero aun así el tiempo se había ido a otra parte, allá afuera, al otro lado de las ventanas, entre las ramas de los árboles. En algún momento escuchamos a mamá llorar. Seguimos con los ojos en las manos, y nos hicimos los desentendidos. Quizás nuestra falsa distracción era una forma de mostrar respeto por el momento íntimo de mamá frente al regalo. O quizás porque, en el fondo, esperábamos que el llanto se le fuera rápidamente, o porque era preferible pensar que aquello no estaba pasando, que no había lágrimas, que todo era una mala ilusión. Abuela fue la primera en reaccionar, en hacer como si de pronto se hubiera dado por enterada. Alzó la mirada y movió la cabeza como quien escucha a un pájaro carpintero en las alturas de una secoya. Entonces caminó hasta la puerta de la cocina y, reverencial, temerosa, se asomó a la sala. Nosotros, protegidos por la espalda de abuela, también nos asomamos. Mamá estaba sentada de rodillas frente a la mesa de la sala, y sobre la mesa, el regalo perdido. La espalda de mamá se movía, temblaba un poco; sin duda estaba llorando. Abuela pasó a la sala. Nosotros nos quedamos en la puerta de la cocina, y vimos a la abuela llegar hasta mamá y abrazarla, con mucho cuidado, con ternura. Mamá se puso tensa al principio, incluso se sacudió un poco, como tratando de sacársela de encima. Pero luego su cuerpo pareció derrumbarse, y sus brazos buscaron los hombros de abuela, como si los hombros de abuela fuesen el borde del abismo, el borde salvavidas. Ahí fue cuando entramos nosotros, de puntillas, precavidos, y pusimos nuestros brazos en torno a ellas. Todos nos quedamos callados, hasta que mamá dejó de llorar y nos vio uno a uno, y luego a todos a la vez, y nos dio las gracias. El regalo se abrió por dentro, musitó Marisa, como rezando, y mamá movió la cabeza y dijo sí, se abrió dentro de todos. Mario se separó un poco de nosotros, alzó una mano y replicó: Bueno, yo sigo pensando… ¡Mario!, lo interrumpí yo, con los dientes apretados y dándole con el codo en las costillas. Mario dio un respingo, me miró con un dejo de inquina pero no siguió.

A poco nos devolvimos todos a la cocina. Había platos de la cena en el fregadero. Yo me puse a eso. Me gusta fregar, fregar me saca de este mundo, o más bien, me vuelve agradable testigo. Marisa ayudaba con el secado; le pasaba el paño a la vajilla como quien pule y mima las palabras. Mamá y abuela guardaban en las gavetas, ceremoniosas, sacerdotales. Mario era el único que hablaba, contaba del último juego de video. Hacía tiempo que no hacía más que vivir en ese mundo. Como Marisa, que empezó a vivir en su poesía, o como yo, que me voy de las cosas fregando y leyendo el montón de libros que tengo por todo el cuarto y sobre la mesa de noche. O como mamá, que no para de limpiar la casa. O como abuela, que se pierde en su pasado, encerrada siempre en su habitación.

Terminamos de arreglar la cocina y nos fuimos a acostar. Estábamos en la cama, arropados pero sin dormir, cuando sonó la explosión. Algo parecido a un fuego artificial dentro de la casa. Salimos de los cuartos. Alguien encendió la luz, y vimos allí, en la entrada del pasillo, a Mario. Tenía la cara tiznada y el pelo alborotado. El momento parecía un fotograma de una serie cómica de televisión. Nosotras con la boca abierta, y Mario allí, como un espantapájaros que no espantaba a nadie. ¿Vieron?, que sí era una bomba, dijo. Nosotras nos echamos a reír, Mario también. Era agradable volver a hacerlo, después de tanto tiempo, después que en el pasado hubo tantas risas en casa. Mario, lo sabíamos todos, había resultado el heredero de esas risas, a pesar de sus huidas, a pesar de sus encierros virtuales. A pesar del encierro y de las huidas de todos. Fuimos volviendo a nuestros cuartos, adentro cada quien seguía riendo, ya bajito. Nos acostamos, nos arropamos, con sonrisas, ya con sueño y contentos en aquella madrugada de haber encontrado un regalo perdido, de haber disipado la ausencia.

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